La ciencia en Argentina y sus demonios

 

 

Gustavo Vallejo| Investigador Independiente del CONICET, Profesor en la Universidad Nacional de La Plata

Gustavo Vallejo

El 13 de agosto pasado se celebraron en Argentina las PASO (elecciones Primarias, Abiertas, Simultáneas y Obligatorias), sistema que permite seleccionar los candidatos de cada fuerza en una competencia electoral. También ofrece un sondeo fehaciente para las elecciones posteriores, en este caso la de carácter presidencial que se celebrará en octubre próximo y si ningún candidato alcanzara el 45%, o el 40% con más de 10% de ventaja a quien lo secunde, proseguiría un balotaje entre las dos fuerzas más votadas. Con lo cual, lo sucedido fue el inicio de un proceso electoral que tendrá al menos un nuevo episodio definitorio. Pero lo que sucedió allí, a pesar de no definir nada aun, generó un estado de conmoción, cuanto menos en ámbitos como el científico. Una fuerza política novata, que irrumpió para romper la lógica del sistema imperante, incluida la Constitución Nacional y consensos democráticos forjados desde la salida de la última dictadura en 1983, se alzó con la victoria con el 30% de los votos.

El nombre del candidato victorioso es Javier Milei, el político que más tiempo ocupó en medios masivos de comunicación durante la cuarentena decretada por razones de salud pública ante la Pandemia de Covid 19. Tiempo que aprovechó para atacar ambas cuestiones, la cuarentena a la que veía restringir injustificadamente la libertad, y la existencia misma de una Pandemia ante un mal que no merecía mayores cuidados. La vacunación, después, fue luego otro motivo de virulentos ataques.

La popularidad alcanzada en aquel momento, le permitió hacer llegar su posicionamiento a otros países. Desde las redes en unos casos y presencialmente en otros, acompañó en los Estados Unidos a Trump en su intento de reelección, a Vox en España, a Bolsonaro en Brasil y al pinochetista Kast en Chile. Completaría así una saga de ultraderechistas trasnochados, aunque la calificación genérica no puede pasar por alto las fuertes particularidades locales. La novedad que ofrece Milei a la argentina consiste en presentarse como un “Libertario” que busca romper todo lo que la llamada “casta política” generó en detrimento del ciudadano común. Verborrágico y desmesurado, Milei es un personaje que exuda excentricidad para que su sola presencia se vuelva espectáculo.

El éxito en las elecciones pasadas lo llevó a reanudar su raid por los medios para demostrar que tras haber logrado llamar la atención por sus formas, detrás de ellas existe un novedoso plan de gobierno.

¿Qué cosas nuevas tiene Milei para ofrecer a la ciudadanía? Lo que en campaña llamó metafóricamente (y no tanto) “plan motosierra”, fue explicitado y cuando lo hizo planteó que bajo su presidencia eliminaría el CONICET, fundamentando esta decisión en preguntas retóricas: “¿Qué productividad tiene? ¿Qué han generado los científicos?”

La reacción de científicos teniendo que explicar lo obvio, que la ciencia es necesaria para la sociedad, también creo que merece ser complementada con la apoyatura de una mirada que, pensando históricamente, aporte algunos datos mas sobre Milei, y sobre cómo fue tratado el CONICET por un tipo de liberalismo que aflora recurrentemente en Argentina para presentarse una y otra vez como una nueva política. En este sentido, vale la pena insistir en señalar que la ciencia no es un constructo autónomo de la política, y que en todo caso existen políticas con las que ella puede alcanzar determinados niveles deseados de autonomía y otras con las que no.

El CONICET, organismo central de promoción de ciencia y técnica en Argentina, nació en febrero de 1958 por impulso de Bernardo Houssay, quien recibió el Premio Nobel en 1947. Su estructura reconocía los antecedentes de Consejos científicos como el CSIC de España (creado en 1939 a partir de la Junta para la Ampliación de Estudios y la Institución Libre de Enseñanza), el CNRS de Francia (1939), el INIC de México (1950) y el CNPq de Brasil (1951).

Pero a poco de nacer comenzaron los embates, que obedecían a la ilimitada expansión de un dogma económico. La libertad era el principio y el fin de una forma de entender la economía a la que debían supeditarse las demás cuestiones, como la misma democracia y el respeto por la vida. Dictaduras militares, con breves interregnos democráticos, colocaron en un período extendido hasta 1983 a aquella particular forma de entender la libertad como la aplicación taxativa de preceptos económicos que tenían un carácter supraconstitucional. Subyacía allí una pregunta retórica que como precuela de lo que hoy dice Milei planteaba: “¿para qué tiene que producir ciencia un país subdesarrollado como Argentina?”.

Si en una división internacional del trabajo, le correspondía a Argentina ser “el granero del mundo” y el gran exportador de carne a países desarrollados, depositar energías del Estado en otra actividad como la ciencia debilitaba ese rol central que debía cumplir.

Con lo cual, una generación de notables científicos liderada por Houssay llevaba a Argentina a un sitial de grandes reconocimientos internacionales, mientras a la vez, su clase dominante no dejaba de considerar a esa actividad como innecesaria. De ello derivó un país con dos caras: la de la integración a importantes redes científicas, y la que generaba las condiciones para alcanzar la tasa de mayor cantidad de investigadores en el exterior por habitante.

Entre científicos altamente capacitados que debieron abandonar el país, César Milstein fue el primer caso emblemático. Milstein en 1961 inauguró el Departamento de Biología Molecular del Instituto Malbrán de Buenos Aires, cuando se incorporó al CONICET. Al año siguiente, tras un golpe de estado, debió abandonar el país por habérsele exigido un certificado de buena conducta que nunca pudo obtener: lo expedía la Policía Federal, ante la cual Milstein era un “sujeto peligroso” por su origen judío y por haber tenido militancia en el anarquismo. El Instituto Malbrán, donde se desempeñaba fue desmantelado, echándose por tierra un vasto programa de producción de sueros y vacunas que el país requería y laboratorios internacionales estaban dispuestos a proveer. Milstein recodaría las palabras de uno de los ideólogos de estas acciones, Tiburcio Padilla: “ustedes son chicos muy buenos, científicamente de mucho nivel. En este país no tienen futuro ¿por qué no se van? Los intelectuales se tienen que ir, porque es mejor que se vayan. Si son todos comunistas y judíos”.

El caso de Milstein se multiplicó tras otro golpe de estado, celebrado en 1966, que generó la “noche de los bastones largos”, episodio en el que las fuerzas de seguridad irrumpieron en la Universidad de Buenos Aires obedeciendo un decreto-ley del presidente de facto, Juan Carlos Onganía, que instaba a “eliminar las causas de la acción subversiva” en la Universidad. Entre simulacros de fusilamiento fueron sacados a bastonazos, autoridades y profesores en ejercicio de sus funciones para ser encarcelados por unos días y finalmente reemplazados. El saldo fue la salida del país de unos 1.500 investigadores. Milstein caracterizaría a los episodios sufridos en 1962 en el Instituto Malbrán como una especie de inicio de una “noche de los bastones largos anticipada y gradual”.

En la Universidad de Buenos Aires, Manuel Sadosky, había puesto en funcionamiento a “Clementina”, la primera computadora universitaria de América Latina, adquirida con el apoyo del CONICET, y con la que llevó a cabo importantes investigaciones en matemáticas, ciencias sociales y economía. Tras la “noche de los bastones largos” “Clementina” fue destruida.

Aun dentro de este contexto tan desfavorable, la ciencia argentina podía generar nuevos logros. En 1970, Federico Leloir, obtuvo el Premio Nobel de Química.

En consecuencia, fue consolidándose una gran paradoja consistente en que los grandes reconocimientos iban de la mano del exilio de investigadores, por razones económicas y/o ideológica, aunque después de la dictadura surgida en 1976 lo segundo pasó a prevalecer drásticamente.

Con el retorno de la democracia en 1983, sobrevino un gran optimismo que rápidamente se fue desvaneciendo al evidenciarse que, los condicionamientos dejados por la dictadura militar, especialmente por una desorbitante deuda externa, impediría concretar los planes previstos para revitalizar la ciencia. Igualmente, Manuel Sadosky, quien había retornado de su exilio para colocarse al frente de la gestión científica nacional, no cesó en su intento por conseguir que la mayor cantidad posibles de científicos emigrados volviera al país. Uno de ellos mereció su mayor atención, era Milstein, quien en octubre de 1984 obtuvo el Premio Nobel por su descubrimiento de los “anticuerpos monoclonales”. Sadosky intentó sin éxito repatriar a Milstein, pero consiguió que organizara y capacitara en grupos científicos de alto nivel internacional en áreas bastante incipientes en la Argentina como era la Biotecnología. El otro frente importante con el que tuvo que lidiar Sadosky era el de las graves situaciones de discriminación ideológica y corrupción internalizadas por los usos del CONICET que había hecho la dictadura.

Mientras la ciencia se interpelaba a sí misma para esclarecer graves delitos, por fuera de esta estructura, organismos de derechos humanos impulsaban la creación de nuevos espacios científicos. En 1982, en la búsqueda de certezas científicas para la identificación de niños apropiados, las Abuelas de Plaza de Mayo dieron en Estados Unidos con el genetista Víctor Penchaszadeh, quien inició investigaciones que conducirían a un extraordinario hallazgo: la identificación de parentescos en ausencia de una generación, a través de lo que se dio en llamar Índice de Abuelidad, aquello que en la Justicia pasó a ser la prueba científica incontrastable de filiación entre abuelo y nieto. Estos avances pudieron plasmarse luego de que Alfonsín creara la Comisión Nacional sobre Desaparición de Personas (CONADEP) y a través suyo el gobierno solicitara una colaboración de la American Association for the Advancement of Sciences, que redundó en la creación de la primera base de datos genéticos en el Hospital Durand de Buenos Aires, y del primer equipo de antropólogos forenses bajo la dirección del antropólogo Clyde Snow. De allí nacerían el Banco Nacional de Datos Genéticos y el Equipo Argentino de Antropología Forense.

Pero nuevamente el fundamentalismo del dogma liberal en lo económico reaparecía en 1989, con la asunción en Carlos Menem en la presidencia de la nación. Fue una política de Estado seguir al pie de la letra el Consenso de Washington y aplicar un programa atento al lugar que en el concierto de las naciones fatalmente le correspondía ocupar a la Argentina y al tradicional papel de las oligarquías urbanas de países atrasados, más interesadas en importar que en producir: manufacturas o ciencia. Domingo Cavallo, responsable en la última parte de la dictadura de estatizar la deuda adquirida por empresas privadas en la especulación financiera y desde 1990 Ministro de Economía, daría una clara definición. En setiembre de 1994, enfurecido con datos de una investigadora del CONICET que daban cuenta del incremento en el índice de desocupación, se dirigió a ella para “mandarla a lavar los platos”.

La política científica actuó consecuentemente con aquel destino manifiesto, el cual sería orgullosamente presentado por el Canciller Guido Di Tella como fruto de las “relaciones carnales” mantenidas con Estados Unidos. Consumir manufacturas y ciencia y proveer materia de prima al mundo desarrollado había sido en los umbrales del siglo XX una exitosa fórmula que el neoliberalismo podía ahora desempolvar y maquillarla con nuevos tips para convertirla en emblema de la modernización en un nuevo fin-de-siglo.

En adelante la trayectoria de Milstein se situaría en el punto más divergente del Estado argentino. La Secretaría de Ciencia, a la vez que evitaba celosamente recordar los logros del CONICET y especialmente a Milstein, volvía los ojos al pasado para que ocupara un lugar directivo el otrora ideológico de “la noche de los bastones largos”.

Para 1994, entre la mitad y los dos tercios de los científicos argentinos estaban radicados en el exterior. Pero a diferencia de Sadosky, las nuevas autoridades no se mostraban preocupadas por esos datos, como lo hizo saber ante la sociedad de científicos argentinos de Estados Unidos (ANACITEC) que los planteaba. La ANACITEC cargaba además con un antecedente científico notable, aunque “peligroso” para un status quo que sostenía la impunidad de los genocidas consagrada por un decreto de Menem. Entre sus integrantes se contaban quienes iniciaron las investigaciones genéticas que permitirían identificar la identidad de bebés apropiados durante la dictadura. La respuesta definitiva a los planteos de esa entidad provino de un documento oficial que expresaba que “en estos tiempos de comunicaciones electrónicas, preocuparse por la fuga de cerebros es una tonta muestra de un nacionalismo pasado de moda”.

El CONICET fue puesto en discurso cuando Menem recurrió a fondos provenientes del presupuesto de becas y subsidios para crear un Instituto con una moderna pista de aterrizaje para vuelos internacionales, en Anillaco, una localidad de 1.000 habitantes donde se hallaba su residencia particular.

Menem fue sucedido en el gobierno por Fernando de la Rua, quien evitó modificar el rumbo iniciado en 1989. La deuda externa que en 1976 era de U$S 9.700 millones ascendió a más de U$S 42.000 millones en 1983 y para 2003 llegaría a U$S 191.296. Durante todo ese lapso en el que nunca pudo reducirse el capital de la deuda, el pago de intereses superó la inversión realizada por Argentina en ciencia y educación en su conjunto.

De hecho, ante presiones constantes del FMI en 1999, la Secretaría de Ciencia y Técnica, elaboró un programa de que tenía como eje central el cierre definitivo del CONICET. El camino elegido no se movió del establecido por el Consenso de Washington y ni el endeudamiento externo ni el ajuste interno impidieron a la Argentina caer en la peor crisis de su historia. Argentina, efectivamente, entró en default, y un estallido social terminó con el gobierno de De la Rua y también con su plan de cerrar el CONICET.

En 2003 comenzó la reestructuración de la deuda en condiciones que hicieron posible pagar intereses, pero también reducir capital y, fundamentalmente, permitieron generar el crecimiento del PBI y mejorar la distribución de la riqueza hasta alcanzar a esferas como la científica. CONICET pasó a tener una planta que creció en pocos años en más de dos veces su número de agentes, entre los cuales estaban los más de 1.200 los investigadores retornados por un plan de repatriación de científicos emigrados. Luego fue creado el Ministerio de Ciencia, Tecnología e Innovación Productiva (MINCyT), que pasó a articular un vasto conjunto de instituciones que por años habían funcionado aisladamente. Entre ellas el Banco Nacional de Datos Genéticos que en 2013 se trasladó a una sede propia, como corolario de una etapa en la que, derogadas las leyes y decretos de impunidad, pasó a cobrar mayor protagonismo en la recuperación de la identidad de niños secuestrados durante la dictadura.

Entre fines de 2015 y 2019 un nuevo gobierno liberal, “amigo del mercado” según la propia definición de su líder, Mauricio Macri, produjo una sostenida reducción presupuestaria en el sistema científico. Los principales medios de comunicación acompañaron estas medidas estigmatizando la labor de los científicos argentinos atribuyéndoles una escasa utilidad. “¿Para qué sirve un científico en Argentina?” volvió a ser la pregunta tautológica que conducía avalar grandes recortes presupuestarios. Sin embargo, hubo también una utilidad hallada. En mayo de 2018 Argentina recibía del FMI el mayor crédito que esa institución haya brindado en toda su historia, con condicionalidades imposibles de cumplir. Días más tarde el periódico conservador La Nación anunciaba la convocatoria a prestar servicios como espías de la Agencia Federal de Inteligencia con fondos provenientes del CONICET. Aquello fue parte de un plan de espionaje ilegal que alcanzó a políticos y actores sociales de la más diversa índole, como nunca antes había sido desplegado en Argentina desde el retorno de la democracia.

De esta manera, lo que hoy es CONICET, también conlleva una enorme dosis de resiliencia. Es la respuesta de la ciencia argentina ante embates recibidos a lo largo de su historia por liberales que solo entienden esa noción como una forma de colocar la economía al servicio de la facilitación de negocios de una élite que endeuda dramáticamente al país. Para ellos la ciencia podía ser útil si, como Milstein, abandonaba el país por ser judío y anarquista, o seguían el mismo camino los investigadores alcanzados por “la noche de los bastones largos” mientras era destruida la primera computadora de Latinoamérica. La ciencia también fue útil en su visión para detectar donde se escondían “subversivos” en la última dictadura, y para Menem esa utilidad estaba en poder hallar un sitio donde ubicar como funcionarios del alto rango a represores de anteriores dictaduras o una fuente de recursos para dotar de mayores beneficios a su propia residencia. Y si De la Rua, solo vio en el CONICET un gasto injustificado que debía eliminarse, Macri, en cambio, le encontraría la utilidad de disponer de recursos para alimentar una red de espionaje ilegal.

En definitiva, este repaso pretende dar cuenta de que el cuestionamiento al CONICET por su falta utilidad no es una idea nueva ni puede ser desligada de una perspectiva política que encierra una apelación engañosa a la libertad. Tras ella una elite puede libremente hacer negocios dolarizados que redundan en endeudamientos cuyo pago se socializa en el resto de la población mientras recorta fondos a la ciencia. En tal caso, el ultraderechista Milei viene a agregar un eslabón más a la cadena de despropósitos (por ahora sólo discursivamente) que la ciencia argentina debió sobrellevar ante una clase dominante para la cual la libertad es la de terminar (y/o exterminar represivamente) con todo aquello que no le es útil.

Los procesos de mayor endeudamiento externo fueron también los que primarizaron la economía y más postergaciones generaron en la ciencia, por eso pretender cerrar el CONICET o desprestigiar la ciencia no tiene nada de nuevo en Argentina. Y también allí la experiencia histórica nos muestra que eso no mejoró las condiciones de la mayoría de la población, todo lo contrario. Sólo fue el preanuncio de estrategias distractivas ante la aplicación de políticas que tuvieron terribles consecuencias. Respondiendo a la pregunta retórica de Milei sobre el CONICET, podemos finalmente señalar que la ciencia produce, entre muchas otras cosas, la capacidad de desarrollar la memoria histórica que ayuda a evitar que las tragedias se repitan como una maldita farsa.

En definitiva, la ciencia ha sido y es, por todo eso, el objeto de embestida de cada nueva forma en que se reciclan los cultores de una fundamentalista idea de libertad asociada a una única forma de entenderla asociada a la economía. Y también la ciencia es lo que Argentina pudo gestar a pesar de su clase dominante, que encubre los demonios que genera con los disfraces de la supuesta novedad surgida por fuera de la política.

 

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Cómo citar este texto: Vallejo, Gustavo. La ciencia en Argentina y sus demonios. História, Ciências, Saúde-Manguinhos [blog]. Disponible en https://www.revistahcsm.coc.fiocruz.br/english/la-ciencia-en-argentina-y-sus-demonios/

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